jueves, 13 de marzo de 2008

El fin de las chicas transgénicas

La capacidad de adaptación de las especies de este planeta es sencillamente notable. Sí, ya sé, estoy hablando como si fuera un extraterrestre recién llegado del planeta Frenobulax. Pero a veces me siento un poco así. Y la capacidad de las especies -sobre todo, de la especie humana- para adaptarse al entorno, no deja nunca de sorprenderme.

Las razas oriundas del África, por ejemplo. Fuertes. Veloces. Oscuros como las sombras de la jungla. Adaptados a su ecosistema para cazar y procurarse el alimento sin ser notados por sus presas. O los habitantes de los polos, tanto más adaptados al frío que los mundanos personajes de ciudad; los nativos del Caribe, mucho más resistentes a los rayos del sol; o los moradores de los desiertos, tan aptos para soportar el intenso calor.

Con las oleaginosas ha sucedido lo mismo. El trigo se volvió flexible, para soportar el viento. El maíz se generó una “caparazón” para protegerse de las plagas. El girasol desarrolló la capacidad de rotar sobre sí mismo, para asegurarse una fotosíntesis más eficiente.

La soja es la única descolgada, la oveja negra de la familia.

Plantucha insignificante, muy parecida a la marihuana, vista a ojo desnudo, la soja es altamente vulnerable. La afecta todo. Se quema con las heladas. Se seca con el calor. Se la comen los bichos. La soja es una planta maricona, cuya única función en el universo es ser servida, en forma de salsa, sobre un buen corte de cerdo, en el antro favorito del Chinatown.

Sin embargo, cuando la soja debería haber seguido el curso natural de la evolución y desparecido de la faz de la tierra, tal como San Darwin lo ordena, vino el hombre y metió la mano. Jugueteando con el genoma de nuestra verde amiguita, inventó la soja transgénica, una especie con más o menos las mismas propiedades que su versión original, pero mucho más robusta, debidamente preparada para soportar el calor mejor que un beduino, el frío mejor que un esquimal y la voracidad de los traviesos bichitos del campo sin necesitar una tonelada de plaguicida por cada metro cuadrado de campo sembrado.

El problema, el verdadero y gran problema, surgió cuando se empezaron a mezclar los tantos. No se sabe a ciencia cierta si fue producto de una afiebrada mente en un laboratorio de clonación o si fue un mero accidente. Pero el resultado fueron ni más ni menos que las chicas transgénicas.

Como si algún cromosoma se hubiera pasado de mambo con los esteroides, apareció esta raza de niñas que nunca miden menos de 1.75 m. Considerando nuestra herencia, primariamente itálica y española, ver por la calle niñas de estas estaturas es, por lo menos, como para pegarse un buen susto. Son todas rubias, como si un tacho de lavandina se hubiera volcado sobre el cocktail genético equivocado y tienen las curvas de una pista de aterrizaje. “Las chicas muy altas y muy flacas, sin curvas”, dice Benito Fernández, el afamado diseñador de alta costura, “son ideales para mostrar una colección en una pasarela, porque son muy estilizadas… ¡Pero no son reales!”

Solían poblar las tapas de nuestras revistas del corazón, mostrando sus desnutridas nalgas en cola-less, en los alocados años ‘90. Pesaban menos de cincuenta kilos y, en general, sus medidas oscilaban los 70-60-70. Como el trigo, darían la impresión de que fueran a doblarse si se las sopla muy fuerte.

“Las modelos aburrieron como símbolo sexual”, agrega German Pitelli, editor de la revista Maxim y todo un experto en seleccionar para sus ya legendarias tapas a señoritas curvilíneas, “pero el gusto masculino ha cambiado y hoy gustan las chicas más pulposas”. El modisto favorito de la Princesa Máxima Zorreguieta coincide: “El gusto de los argentinos se inclina hacia las chicas con más redondeces, que lucen mucho más; y me parece completamente ridículo poner el deseo en algo que no es real”.

Así y todo, las chicas transgénicas, al igual que la soja, siguen vendiendo. En el mercado actual de la moda, “ambos esterotipos tienden a convivir en armonía, y no hay uno predominante”, dice Gastón Stati, director de Dotto Models, “cada mujer tiende a buscar el estilo que naturalmente posee, y adapta su look y su personalidad a lo que la naturaleza le dio”. Hay tantas campañas publicitarias con chiquillas semidesnutridas, como hay variedades de milanesas, brotes, harinas y porotos de soja en las góndolas de los supermercados. En apariencia, cada “marca” de soja (o cada chicuela) tiene su propia onda, su propia personalidad; pero tras probarlas se descubre tristemente que no sólo no son para nada nutritivas, aunque nos quieran hacer creer lo contrario, sino que no tienen sabor a nada.

”Por suerte, pareciera que, con el tiempo, las modelos de pasarela han dejado de ser el referente de belleza femenina”, remata Fernández.

Y eso es bueno. Como para no olvidarse que, por mucho que esté de moda la soja transgénica, a los hombres argentinos, las mujeres nos siguen gustando con lomo, jugosas, a caballo y -de ser posible- con papas fritas.