jueves, 20 de marzo de 2008

No hago otra cosa que pensar en mi

Sentado en un banquito, en el lavadero de casa, finalmente he logrado entender a los egocéntricos. O, al menos, esbozar una teoría razonablemente simpática sobre por qué estos especímenes -que tanto abundan en nuestra ciudad- pueden resultarnos, por momentos, completamente detestables.

El lavarropas está en modo centrifugado y veo, a través de esa especie de ojo de buey en el frente del aparato, a través de esta ventana a un apasionante mundo giratorio, la ropa pegada contra las paredes del tambor.

De a poco, a medida que la máquina gira con más velocidad, la tela húmeda se va desprendiendo del agua. Es el efecto de la fuerza centrífuga: la fuerza de reacción ejercida por un objeto que describe un recorrido circular, la inercia generada por ese movimiento circular -y tengo la certeza de que la tercera ley de Newton algo tiene que ver en todo esto- sobre otros objetos. “Todo cuerpo que gira”, explica el Sabón Nim Pablo Grimalt, instructor de taekwondo y Director de TKD Borealis, “genera una fuerza expansiva que, si no tiene una estructura que la contenga, produce una fuga en sentido tangencial a la trayectoria del círculo”.

Los egocéntricos son como el tambor de un secarropas. Giran sobre sí mismos a tal velocidad que logran repeler todo a su alrededor, como el centrifugado de mi viejo Drean repele el agua. Todo lo que esté en contacto con un cuerpo que gira sobre sí mismo a alta velocidad, por efecto de la fuerza centrífuga, es expulsado hacia fuera. Hablando tanto de mecánica y física newtoniana como de personalidades centradas en el propio ego, encargado de “satisfacer al yo merced a una transformación de lo real en función de los deseos”, en palabras de legendario -y tan defenestrado por sus teorías sobre el egocentrismo infantil- Jean Piaget.


DEL CENTRO HACIA FUERA

Según el diccionario de la Real Academia Española, el egocentrismo es la “exagerada exaltación de la propia personalidad, hasta considerar como el centro de la atención y actividades generales”. O, como lo define Roberto, que además de ser cura sabe mucho de la vida, “el egocéntrico es aquella persona que arma su existencia y la de los demás en torno a sí mismo”.

Pero… ¿Por qué el egocéntrico nos resulta repulsivo? ¿Por qué nos aleja, como una gigantesca fuerza centrífuga emocional? “Por nuestra naturaleza social”, explica el Padre Roberto. Es que, en una estructuración sana de la personalidad, según el clérigo, “el ser humano debe pasar de pensar sólo en sí mismo y ser el centro del universo a pensar en el otro; la evolución personal y social positiva se da por ese pensar en el otro”.

“No creo que el egocéntrico repela de por sí a la gente”, disiente a medias Pablo Grimalt, “veamos si no, por ejemplo, el caso de las grandes estrellas del espectáculo: pocos son tan egocéntricos y, sin embargo, en vez de repeler, atraen… En el fondo, lo que el egocéntrico repele no es al otro, sino que repele las relaciones sanas”. Y suena razonable, dado que la relación del fan con su objeto de admiración no es una relación “sana” en sí misma, sino que es una relación unilateral. “La relación sana”, continúa Grimalt, “es aquella que a través de los dos permite el crecimiento, donde los dos pueden desarrollarse”.

El psicólogo norteaméricano Carl Rogers -quizás el padre fundador del councelling- afirmaba que todos los organismos tienen una tendencia actualizante, que se inclinan naturalmente a desarrollarse para llegar al máximo de su potencial. “En la naturaleza”, afirma Sabón Grimalt, “una planta se desarrolla si encuentra las condiciones… de otro modo, el árbol nunca llega a ser un árbol. El ser humano tiende a realizarse a través de las relaciones y no se desarrolla si no es a través de una relación”.

El egocéntrico “molesta”, a nivel social y emotivo. Porque, al centrarse sobre sí, al girar locamente como una máquina centrífuga, se desprende del otro. De ese otro necesario para la vida en sociedad. Y así, en su eterna tendencia a quedarse solo, en su interminable desdén por el otro, se pierde de un enorme potencial de crecimiento, de desarrollo, de ser.


La nota completa, en el próximo número de Metrópolis